DEL PRINCIPIO DE PRIMACIA DEL DERECHO SUSTANCIAL SOBRE LAS FORMALIDADES

En vista de que no pocos han creído ver en el principio de la primacía del derecho sustancial la abolición de las formas procesales, en cuanto mal entienden ese principio como la posibilidad de que el juez pueda dispensar el derecho sin sujeción a ninguna atadura de carácter procesal, me propongo explicar a continuación por qué la primacía de lo sustancial no se opone en ningún escenario a la estricta observancia del debido proceso, pero entendido éste como derecho sustancial y, además, de rango fundamental.

Para explicar esta posición me apoyo en lo expuesto por el Profesor Edgardo Villamil Portilla en uno de los capítulos de su obra “Teoría Constitucional del Proceso” y en lo señalado por el Magistrado español Gregorio Serrano Hoyo en su texto “Formalismo y Tutela Judicial Efectiva en la Jurisprudencia del Tribunal Constitucional”.

Comienzo por sostener que hace ya varios años viene aceptándose que no toda norma procesal es de orden público, esto es, irrenunciable y de obligatorio cumplimiento por las partes de un proceso. Hace ya más de dos décadas el Tribunal Constitucional Español sostuvo:

“La doctrina jurisprudencial sobre el carácter de orden público de todos los preceptos procesales y de la nulidad de todos los actos procesales no acomodados a la Ley no encuentra hoy acomodo -y está necesitada de urgente revisión- a partir de la regla de la vinculación de los órganos jurisdiccionales del Estado a los derechos fundamentales de los ciudadanos y a las libertades públicas” (Sentencia 39 del 9 de marzo de 1988).

Pues bien, en Colombia la Constitución de 1991 concibió las libertades públicas y los derechos fundamentales, no sólo como una mera barrera para el ejercicio del poder político, sino también como un conjunto de valores cuya protección debe orientar la actuación de todos los poderes públicos, incluido, por supuesto, la administración de justicia.

Luego, una cosa es clara: esta nueva concepción de los derechos impone considerar que son de orden público sólo los requisitos procesales garantes del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva.

Varias son las consecuencias que surgen de esa idea:

En primer lugar, el proceso deja de ser una mera sucesión de actos legalmente regulados para disponer en forma ordenada el ejercicio de una acción, desde su inicio hasta su culminación, para concebirse como una conjunción de normas de procedimiento y de valores y principios que aseguran que la actividad procesal sea justa.

En segundo lugar, la interpretación de las reglas de procedimiento debe hacerse con visión teleológica, en el entendido de que su finalidad no es otra que la de dotar de eficacia el proceso, la cual sólo puede medirse, bajo el actual modelo constitucional, en términos de tutela judicial efectiva.

Y, en tercer lugar, derivado de lo anterior, la defensa a ultranza de las formas procesales sólo resulta válida cuando tales formas se traducen en una garantía necesaria para los justiciables, cuando sean, en verdad, debido proceso.

Hechas esas precisiones, fácil se entiende que la primacía del derecho sustancial no pretende abolir las formas procesales, sino el excesivo formalismo, esto es, aquella práctica que consiste en sobrevalorar las reglas de la administración del proceso sobre la administración de justicia misma.

No sólo resultará inútil, sino inconstitucional, toda actividad procesal que no conduzca a lograr la finalidad sustancial de la forma a la cual se acude. Como lo plantea el Magistrado Gregorio Serrano Hoyo:

“Cuando las formas no se identifican con garantías de derechos no es exigible el respeto del derecho a las formas, porque su ejercicio sería abusivo.”

Ciertamente, la razón del derecho procesal, sus principios y sus contenidos teóricos, no se explican por sí mismos si no contribuyen definitivamente a la realización del derecho sustancial, que en últimas es la manera como se deben comunicar los jueces con la sociedad.

En este punto es necesario detenerse. No puede la jurisdicción, sin correr el riesgo de deslegitimarse, caer en los laberintos propios del superprocesalismo que en nada contribuyen a la realización de un orden justo.

El mejor proceso es el que logra sintonía plena con el medio social, que resulta de fácil acceso y comprensión por los justiciables y la sociedad en conjunto. Un proceso judicial, verdaderamente democrático, debe despojarse de todo tecnicismo proclive a favorecer la ineficacia del Estado en su deber de garantizar los derechos.

Nótese lo sucedido a propósito de la acción de tutela: acercar el proceso al individuo constituye un enorme avance en la descomunal tarea de legitimación del Estado frente a los justiciables, para que éstos sientan que verdaderamente han participado en la construcción de las decisiones que los afectan.

Ahora bien, lo dicho hasta ahora no defiende la prevalencia absoluta de la justicia material sobre los procedimientos. El abolicionismo procesal no sólo es insostenible teóricamente, sino impracticable judicialmente. El desconocimiento de toda formalidad en beneficio de las consideraciones fácticas llevaría al fin del Estado de derecho en la administración de justicia.

En ese sentido, las excepciones a las reglas que los jueces introducen en la interpretación del derecho procesal, apoyados en la justicia material, tienen que ser el resultado del carácter abiertamente contraproducente de la aplicación estricta de la disposición. Tal análisis que compete hacer al juez, lo describe el Magistrado Gregorio Serrano Hoyo así:

“(…) sin olvidar que las formas son necesarias pronto surge la cuestión acerca de cuándo estamos ante un rigor formal justificado y cuándo ante un formalismo exagerado (…) quizá la regla de oro para distinguir entre el derecho a las formas en un proceso y el culto al formalismo, sería preguntarse: ¿la forma en este proceso o en este sistema procesal está al servicio de la justicia, o se sacrifica la justicia en algún caso en obsequio de la forma? Todavía concretando más: ¿Se puede perder un proceso por defectos formales subsanables? ¿Está previsto en el sistema procesal el sanar esos defectos? ¿Juega la falta de presupuestos procesales como simples motivos retardatorios en la obtención de la justicia, o como medios para conseguirla?”

En conclusión, la primacía del derecho sustancial sobre las formalidades del proceso no sólo no se opone a la observancia del debido proceso, sino que, antes bien, lo realiza, en la medida en que asegura la justeza y la eficacia del procedimiento, entendidas éstas en términos de tutela judicial efectiva.

Y al cumplimiento de dicho mandato constitucional debemos comprometernos los jueces, porque nosotros, más que ningún otro operador jurídico, somos los llamados a poner en sintonía el derecho con la realidad.

 

Diana F Millán Suárez

Jueza Quinta Administrativa del Circuito de Villavicencio.

Abogada de la Universidad Nacional de Colombia.

Especializada en derecho procesal, administrativo, constitucional y tributario.

Maestría en derecho público.

 

@dianafmillan

 

 

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